La santidad como camino cotidiano: no es para otros, es para ti

13 junio 2025

Un llamado que no excluye a nadie

A veces pensamos en los santos como figuras lejanas, con vidas imposibles de imitar. Nos imaginamos mártires heroicos, religiosos de clausura o personas que hacían milagros. Y aunque todo eso forma parte de la historia de la Iglesia, la santidad no es un privilegio para unos pocos elegidos, sino una invitación universal. Es un llamado dirigido a ti, ahí donde estás, con tu historia, tus días caóticos, tus caídas y tus búsquedas sinceras.

Ser santo no significa dejar de ser tú. Al contrario: es ser tú en plenitud, como fuiste pensado desde el corazón de Dios.

Una vida que se unifica desde dentro

El desafío más grande no es hacer cosas extraordinarias, sino vivir de forma unificada. Que no haya una versión tuya para la oración y otra para el trabajo; una para los domingos y otra para el martes a las 4 p.m.; una para cuando te ven y otra para cuando estás solo.

La santidad no consiste en cambiar de vida, sino en cambiar el modo de vivirla. Es amar desde lo pequeño, ofrecer lo que haces con intención, construir con paciencia. Es aprender a hacer silencio interior en medio del ruido, y buscar a Dios en el lugar exacto donde pareces no encontrarlo.

El trabajo como terreno sagrado

Tu profesión no es un obstáculo para la vida espiritual. Al contrario: puede ser el escenario privilegiado donde tu alma se moldea, donde se prueba tu paciencia, tu justicia, tu capacidad de servicio, tu humildad.

No importa si estás frente a una computadora, vendiendo en un local, levantando una casa, estudiando una carrera o cuidando a tus hijos. Tu trabajo es tu altar, si sabes convertirlo en una ofrenda silenciosa. Cuando lo haces con amor, con orden, con espíritu de servicio, se convierte en un acto sagrado.

La oración que acompaña el ritmo

Orar no es fugarse del mundo, sino aprender a vivir en él con otro tono. La oración cotidiana es ese espacio donde el alma respira. No siempre será perfecta ni extensa. Habrá días de distracción, de cansancio, de rutina… pero en todos esos momentos, Dios espera con ternura. Quiere escucharte aunque solo puedas decirle “aquí estoy”.

Y no necesitas palabras rebuscadas. Basta una mirada al cielo mientras caminas, un “gracias” en medio del caos, un “ayúdame” sincero cuando te sientes al límite. Ese diálogo silencioso construye intimidad. Y de esa intimidad nace la transformación verdadera.

La mortificación silenciosa

No todo lo que te acerca a Dios será dulce. También hay que aprender a ofrecer el dolor, a abrazar con sentido los sacrificios cotidianos: no responder con dureza, escuchar cuando preferirías hablar, ceder cuando todo tu orgullo quiere tener la razón, trabajar con esmero aunque nadie lo note.

Estas mortificaciones pequeñas, ofrecidas con amor, pulen el alma como el agua pule la piedra. No hacen ruido, no dan likes, no se exhiben. Pero Dios las ve. Y en ellas creces más de lo que imaginas.

La libertad de elegir amar

La santidad no es una carga. No es una serie de deberes que se te imponen desde afuera. Es una elección libre y amorosa. Dios no te empuja: te invita. No busca forzarte: espera tu sí.

Y ese sí no tiene que ser grandioso. Puede ser frágil, balbuceante, lleno de miedos. Lo importante es que sea verdadero. Lo único que necesitas es querer amar cada día un poco mejor. Porque la santidad no se mide en metros de oración ni en heroísmos visibles. Se mide en amor, y el amor siempre empieza por lo concreto.

Santidad sin espectáculo

No hace falta que nadie lo sepa. De hecho, la santidad más auténtica es casi invisible. Se nota en cómo miras, en cómo tratas, en cómo sirves. Se nota en lo que no publicas, en lo que no presumes, en lo que haces cuando nadie te ve.

Ser santo no es ser perfecto. Es ser real, humilde, disponible. Es dejar que Dios actúe en ti, aunque tú mismo no te des cuenta. Es vivir con una alegría que no necesita explicación. Y con una paz que no se rompe con el primer viento.

Quizá pienses que no estás listo. Que te falta mucho. Que no eres lo bastante bueno. Que eso es para otros. Pero la verdad es esta: Dios no espera que seas perfecto para llamarte. Te llama ahora. Así, con lo que tienes, con lo que te duele, con lo que te falta y lo que te sobra.

Lo único que necesitas es un corazón dispuesto. Lo demás —todo lo demás— lo hace Él.