La Asunción de María: un destino de gloria
María no quedó en la tierra. Al finalizar su vida, fue llevada al cielo en cuerpo y alma, un acto único que la convierte en signo vivo de esperanza. Cada 15 de agosto, la Iglesia celebra este misterio que no solo honra a la Madre de Dios, sino que anticipa el destino prometido a todos los creyentes.
Un misterio con raíces profundas
Desde los primeros siglos, los cristianos creyeron que María no experimentó la corrupción del sepulcro. Su cuerpo no quedó en la tumba: fue glorificado, unido a su alma, y asumido a la eternidad. Esta certeza se vivió en la liturgia, se transmitió en la tradición y fue definida como dogma en 1950 por el Papa Pío XII.
Un cuerpo que también resucita
La Asunción no es solo un acto milagroso: es un mensaje potente. El cuerpo tiene dignidad. La fe no es solo espiritual, también es encarnada. María ya vive lo que todos estamos llamados a vivir: la resurrección. Su destino es una señal de lo que nos espera al final del camino.
María, compañera de camino
No quedó lejana ni distante. La Asunción no la aleja, la acerca. Desde el cielo, María intercede, consuela y acompaña. Es madre, guía y testigo de que la humildad es el camino más seguro hacia la gloria.
Luz en tiempos oscuros
En un mundo cansado, María asunta al cielo es símbolo de victoria silenciosa. Una mujer sencilla, sin poder humano, coronada en el cielo por su fe inquebrantable. Su vida es testimonio de que Dios no olvida a los pequeños, y que la fidelidad cotidiana tiene un peso eterno.

La promesa está viva
La Asunción no es leyenda ni adorno teológico. Es una proclamación de esperanza. Lo que Dios hizo con María es lo que quiere hacer con nosotros. Hoy sigue diciendo: "No temas, no estás solo. El cielo existe. Y yo te espero".