Hacer del centro un hogar (II)

Las familias cristianas son lugares donde todos viven y se desviven por los demás. Algunas derivas que pueden adormecer esta lógica, y líneas de acción para despertarla.

En una de sus últimas cartas a sus hijos en el Opus Dei, san Josemaría reflexionaba sobre la «lógica nueva» de la familia de Dios en la tierra. Ya desde los días de espera en Nazaret, el Señor había introducido a María y José en el modo de razonar y de vivir de aquel Niño que iba a anonadarse y a darlo todo, porque no había venido a ser servido sino a servir[1]. Es la misma lógica que quiere Dios para todo hogar cristiano:

«Mirad cuál es el ambiente, donde Cristo nace. Todo allí nos insiste en esta entrega sin condiciones: José —una historia de duros sucesos, combinados con la alegría de ser el custodio de Jesús— pone en juego su honra, la serena continuidad de su trabajo, la tranquilidad del futuro; toda su existencia es una pronta disponibilidad para lo que Dios le pide. María se nos manifiesta como la esclava del Señor (Lc 1,38) que, con su fiat, transforma su entera existencia en una sumisión al designio divino de la salvación. ¿Y Jesús? Bastaría decir que nuestro Dios se nos muestra como un niño; el Creador de todas las cosas se nos presenta en los pañales de una pequeña criatura, para que no dudemos de que es verdadero Dios y verdadero Hombre (…). Hay que embeberse de esta lógica nueva, que ha inaugurado Dios bajando a la tierra. En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención»[2].

La vida de familia se renueva y se multiplica de acuerdo con ese «grandioso juego» del servicio, entendido no como servilismo, ni como una fría acumulación de prestaciones, de servicios… sino como una disposición permanente a vivir para los demás, como instrumentos del cuidado cotidiano de Dios. Esta manera de vivir, que san Josemaría denominaba a veces «el sano prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás»[3], quiere ser el tenor habitual de la convivencia en los centros de la Obra. Y, gracias a Dios, es esto lo que, de muchas maneras, perciben muchas de las personas que los frecuentan: la disposición que lleva a hacer la vida agradable a los demás, a dedicarles tiempo y escucha aunque quizá nos apremien cosas pendientes, a ayudarles a resolver un problema, a pedir perdón cuando es necesario, a adelantarse con una sonrisa, a sacar adelante un encargo de otra persona que está cansada o llega tarde... y tantas otras oportunidades que la convivencia nos presenta día a día.

Sin embargo, como puede suceder en cualquier familia, la vida diaria ejerce a veces un cierto efecto de erosión; y, con el tiempo, pueden enraizarse otras dinámicas en la casa o en nuestro carácter. Sin ánimo de exhaustividad, podemos resumirlas en cuatro derivas, en las que pueden aparecer a veces planteamientos excesivamente centrados en el funcionamiento de la casa, en detrimento de las personas que la habitan, o lo que podríamos denominar «equívocos relacionales»: conflictos que surgen de planteamientos equivocados sobre la convivencia. Desde luego, lo que se describe a continuación no son situaciones que se den, por así decir, de modo químicamente puro; son más bien tendencias que pueden introducirse paulatinamente, quizá mezcladas entre sí, y que muestran cómo la debilidad humana tiende a fundirse con lo más valioso y querido. Una breve reflexión sobre unas y otras nos permitirá identificar «las raposas, las raposas pequeñitas, que devastan nuestras viñas» (Ct 2,15). Quedará así delineada, por contraste, la «lógica» que Dios quiere para los hogares, y concretamente para los centros de la Obra.

Eficaz, pero frío

Las dos primeras derivas que pueden empañar la verdadera lógica del servicio se sitúan en el ámbito de lo funcional. Si pensamos en dos términos de los que san Josemaría se servía con frecuencia para caracterizar la Obra —«familia, y a la vez milicia»[4]— el riesgo aquí sería el de una cierta descompensación, por la que la «milicia» tendería a eclipsar la familia, dando lugar a hogares eficaces, pero con poco calor, o quizá con tensiones o heridas más o menos soterradas.

Una primera deriva en este sentido es la que podríamos denominar lógica de la sinergia. Esta lógica está en parte ligada al desarrollo de la sociedad en las últimas décadas, que ha traído consigo, como reverso de tantos servicios y posibilidades, un sinfín de tareas y frentes a los que atender: facturas, gestiones administrativas, mensajes… El resultado es que fácilmente podemos gastar las horas corriendo detrás de los acontecimientos y las gestiones. E igual que en una familia cualquiera sucede a veces que, a base de estar pendientes del trabajo, de la casa, de los hijos, y de todo lo que hay que hacer por ellos, marido y mujer pueden acabar descuidando la amistad matrimonial (su intimidad, su cariño mutuo…), también en un centro, con más motivo cuando se atienden en él varios tipos de labores apostólicas, podría suceder que unos y otros acabaran por tener entre sí un trato que se acercaría más a lo funcional, casi limitado a las «cosas de las que hay que ocuparse»[5].

El centro tendería entonces a funcionar con sinergia (syn – ergon, unión de acción), pero con importantes carencias de simpatía (synpathos, unión de sentimiento). Cada uno haría sus encargos, sus tareas, su plan de vida; la casa funcionaría como un mecanismo de precisión —cada cosa estaría en su sitio, cada persona en sus tareas…—, pero faltaría la capacidad de simpatizar, de sentir con los demás: pasarlo bien con ellos, sufrir con ellos. San Josemaría advertía de este riesgo con palabras fuertes: «El día que vivamos como extraños o como indiferentes, hemos matado el Opus Dei»[6]. Además, como sucede a un simple nivel humano en cualquier organización, la falta de simpatía entre unos y otros acabaría por perjudicar o bloquear incluso la sinergia.

Una segunda deriva la podríamos denominar lógica del dominio de la situación. También aquí existe la analogía con cualquier hogar de familia, en el que uno u otro de los cónyuges otorga una importancia quizá excesiva a que las cosas sean «como deben ser»: el horario, el orden material, los encargos de unos y otros… Por supuesto, todo hogar necesita ciertas pautas para no ahogarse en el caos, pero a veces se pueden albergar unas expectativas desmesuradas sobre un hogar ideal, una manera de hacer las cosas que se supone la correcta y que debería seguirse a todo precio, aun a costa a veces de la paz familiar. Y, sin embargo, la experiencia de tantas familias muestra cómo, cuando hay una hipertrofia de reglas, y no se atiende a cuidar las relaciones entre padres e hijos, se genera espontáneamente frustración, cuando no rebeldía, por parte de los hijos. A eso, entre otras cosas, se refería san Pablo cuando escribía: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten» (Col 3,21).

Estos modos de ver y de hacer podrían resultar no menos problemáticos en el caso de un centro. Por un lado, porque quienes ahí conviven son adultos, cada uno con su libertad y su responsabilidad; por otro, porque el centro, siendo una iniciativa apostólica llamada a «funcionar» y una casa abierta a todos, es también el hogar de quienes lo habitan, y es necesario que estos lo puedan sentir como tal, y no como una mera prolongación de su vida profesional. Respecto de un hogar de familia convencional, un centro de la Obra tiene la peculiaridad de que en él hogar y trabajo coexisten en permanencia; y también que quienes trabajan en esa «empresa apostólica»[7] lo hacen gratuitamente: están ahí porque les da la gana. Esto, siendo la razón más sobrenatural[8], y por tanto más radical, debe ser también principio de tacto y sensibilidad. «Para ser muy espirituales, muy sobrenaturales —enseñaba san Josemaría—, hay que ser muy humanos, esforzarse por tener un sentido entrañablemente humano de la vida»[9].

A la vista de estos elementos, se puede entender lo problemático de poner demasiado énfasis sobre criterios, pautas, objetivos, etc. El paso del tiempo acaba poniendo de manifiesto los inconvenientes de esta lógica. El más obvio es que quien centra el foco exclusiva o principalmente en «lo previsto» puede confundir la importancia de los medios con la de los fines, y terminar limitando la libertad de los demás en cuestiones que podrían admitir diferentes planteamientos[10]. Otro inconveniente es que, si no se logra armonizar lo que se entiende que «debería ser» con la espontaneidad que debe caracterizar la vida de una familia, el ambiente puede enrarecerse y tensarse. Y, en fin, está el hecho de que quien se centra en tener bajo control la situación obtiene siempre victorias frágiles: en su priorización de la eficacia quizá no está logrando verdaderamente atraer y convencer, es decir, vencer con los demás; ganar sus corazones y ayudarlos a crecer en libertad[11]. Quien aspira fundamentalmente a dominar la situación se agota fácilmente, y puede agotar a los demás, que pueden sentirse poco protagonistas de la construcción de aquel hogar.

Equívocos relacionales

Otras dos derivas que pueden introducirse en la vida del hogar se podrían definir como equívocos o «cortocircuitos» relacionales. Como las anteriores, tienen sus analogías en la vida de algunas familias, y se caracterizan por producir una cierta insatisfacción de fondo en quienes se ven atascados por estos equívocos. Un personaje de las parábolas del Señor personifica este tipo de situaciones. Es el hijo mayor que echa en cara a su padre una serie de agravios comparativos con su hermano, y que acaba necesitando oír estas palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31).

La primera de estas derivas se podría denominar lógica del mérito. Es la de quien externamente puede estar lleno de atenciones con unos y otros, y de una gran capacidad de sacrificio para ocuparse de cosas de la casa y de quienes la habitan. Pero actúa, en general de modo inconsciente, desde la expectativa de que se ganará el cariño de los demás como contraprestación a sus esfuerzos. Esta lógica, que se aplica razonablemente a muchos ámbitos de la vida, no funciona en una familia, porque no responde a la realidad. Aquí estamos en el terreno de la gratuidad: somos familia, y tiene poco sentido querer reunir méritos para que nos quieran.

Por supuesto, quien siente la familia como propia se desvive por ella; pero sin exigir contraprestaciones afectivas, como no las exige un padre o una madre para amar a sus hijos (al contrario, y contra toda previsión, encuentran su felicidad en este desvivirse). Ciertamente, a veces podremos echar en falta una cierta consideración por nuestros esfuerzos; pero, si habitualmente pensamos en que nos han de corresponder por lo que hacemos, nuestra mirada se puede volver autorreferencial: como la del hijo mayor de la parábola, que vive en el hogar del padre, pero no lo siente realmente como suyo. Este hijo conjuga solo las personas del singular —yo, tú, él—, desde el reproche y el agravio comparativo. Y olvida el nosotros, que es el terreno hacia el que el padre querría atraerlo. Con el tiempo, su lógica desvela una profunda insatisfacción; se compara y vigila la libertad de los demás (la del padre, la de su hermano), a quienes juzga, porque dan o porque reciben lo que, a su modo de ver, no deben (cfr. Lc 15,29-32). De esta manera, lo que aparece a sus ojos como una reivindicación justa es en realidad celo amargo, orgullo herido.

Por último, hay una deriva que podríamos denominar lógica del sentimiento, en la que el criterio de valoración de la vida en familia se centraría en las propias sensaciones: ¿Cómo me hace sentir la vida en familia? ¿Me siento bien? Sin duda, estas son preguntas a las que conviene prestar atención; unos y otros deberían estar tan atentos a detectar lo que mejora el clima de la casa como lo que podría estar generando malestar. Sin embargo, aun cuando el bienestar emocional sea un indicador importante, no puede convertirse en el criterio principal, la motivación fundamental para colaborar en la construcción del hogar.

Si esta lógica se instalara en una persona, se volverían indispensables las buenas sensaciones para esforzarse por cuidar de la familia. Y, sin embargo, hay momentos en que la familia está necesitando que dejemos de lado nuestras preferencias. Como nos ha recordado con frecuencia el Padre, «se puede hacer con alegría ―y no de mala gana― lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[12]. Uno podría no lograr sobreponerse a esa dificultad porque, mientras siente que «tiene derecho» a recibir afecto, y lo exige como un amor incondicionado, no se pregunta por su propia aportación. Es lo que sucede al hermano mayor de la parábola, que no considera si su padre necesita, de su parte, algún «extra»: solo piensa en la fiesta que él no ha podido tener (cfr. Lc 15,29).

Centrarse demasiado en exigir el afecto tiende a generar la acepción de personas: frente a la amistad sincera y abierta que es propia de la relación fraterna[13], se instala entonces la dinámica de las amistades particulares[14] que, por lo que tienen de exclusivas y excluyentes, son caricaturas de la amistad fraterna; así, en la casa estarían «los amigos» y «los demás». Lógicamente, una actitud de este tipo perjudicaría al ambiente del hogar, pero también a la misma persona interesada, que podría acabar fácilmente amargada, sin recursos afectivos. El don del celibato, orientado como está a generar una gran «capacidad para querer a todo el mundo»[15], se vería así tristemente empequeñecido.

La lógica del servicio es la lógica del don

Las derivas que hemos esbozado tienen en común que llevan implícito un hasta aquí, una delimitación de los esfuerzos y la entrega. A veces —y esto sucede en cualquier sector de la sociedad—, detrás de ciertas crisis o hundimientos físicos y psíquicos puede esconderse una lógica de pensamiento y comportamiento que ha puesto el foco en una fría pretensión de eficacia, de control, de hacer méritos o de esperar afecto; o en una mezcla de varios de estos elementos, entre otras posibilidades[16].

Este tipo de crisis, con los que la vida misma quiere traernos de vuelta a la realidad, pueden ser una ocasión de purificación y rectificación: la ocasión para darse cuenta de que se había perdido, o no se había llegado a encontrar, el enfoque correcto. Sin embargo, si no se afrontan, pueden derivar en un ansia de evasión, una necesidad de eventos extraordinarios que suplan la frustración; aunque a fin de cuentas no la apagarán, porque no abordan el problema en su raíz. Sucede quizás entonces que la parte más celebrativa de la vida de familia —precisamente tantos momentos que se salen de la rutina— no se disfrutan bastante: nunca parece haber un retorno suficientemente satisfactorio. Y mientras que uno podría vivir feliz y agradecido con lo que tiene, vive suspirando por lo que no tiene.

Frente a estas derivas, que empequeñecen la vida y la vocación, se sitúa el «grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención»[17]. La lógica del servicio nos lleva a dar, pero no porque queramos recibir, sino porque «hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). En el centro de nuestra vida está Dios, que nos ama y nos llena de gracia para que nos demos gratuitamente: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Uno, entonces, ya no construye el hogar desde el cálculo. La lógica del servicio lo va llevando hacia la sencillez del padre o la madre, que no necesitan hacer propósitos ni acumular actos de servicio[18]: sencillamente se dan, se prestan a ser un sillar discreto[19] para que las paredes sean más robustas y el calor de hogar se mantenga mejor. Y, contemplando la belleza del hogar que están construyendo, se llenan de alegría y de agradecimiento.

Esta es la lógica filial de Jesús, el Hijo que puede decir verdaderamente al Padre: «todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío» (Jn 17,10). Aquí la mejor recompensa es el amor de Dios, que siempre nos precede: en cada momento, Él nos está amando primero (cfr. 1 Jn 4,10). Y de ese amor va lleno el corazón cuando está con los demás. Un amor «sin descanso y sin cansancio»[20], porque lo que cansa verdaderamente es «dar vueltas alrededor del propio yo»[21]. Servir, en cambio, vivir de verdad para los demás, puede costar a veces; pero, en el fondo, no cansa.

Matices distintos, según los lugares y las personas

«Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sal 126 [127],1). Estas palabras de la Escritura adquieren un brillo especial al pensar en la presencia real del Señor en los oratorios de los centros de la Obra: Él construye la casa; Él guarda la ciudad, si le dejamos. «Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario —escribe san Josemaría—, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!»[22]. Y así es: cuando uno vive, desde Dios, para los demás, se convierte en un facilitador, inspirador y dinamizador de la santidad, que es el fundamento más firme de un hogar.

La forma en que se manifestará esta dinámica del servicio —«el sano prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás»[23]— será diferente en función de las personas. Cada centro debe ser un mosaico único, formado por los talentos que cada uno pone al servicio del calor de familia. La expectativa de lo que significa el hogar para cada uno es distinta, y por eso es importante no regirse por un simple listado de criterios de aplicación.

Cada centro acabará dando matices peculiares a la manera de celebrar las fiestas, de ayudarse unos y otros en el mantenimiento material del hogar, o en el impulso de proyectos apostólicos, o en la relación con las familias. Hay siempre algo común: el cariño, el sentido del humor, el sentido sobrenatural, las reuniones de familia, las noticias del Padre y de la familia de la Obra, la sobriedad alegre y la serenidad sobrenatural que permite un descanso reparador. Un mismo espíritu en todas partes, con una concreción viva en cada lugar. Por esto siempre nos sentimos en casa cuando vamos a otra región u otro centro; porque sentimos la unidad y la diversidad —la riqueza— de la Obra.

La lógica del servicio no nos ahorra los propios defectos, ni los ajenos; tampoco evita que uno se pueda encontrar más o menos a gusto con los que viven con él; o que la casa y las actividades estén mejor o peor organizadas; o la necesidad de esforzarnos por comprender a quienes nos rodean[24]; o de pedirles perdón o de perdonarlos cuando sea el caso[25]. Pero —y eso es lo decisivo— esta lógica permite encontrar siempre recursos para salir adelante y para acercarse más a Dios.

Cuando se construye el hogar en clave de servicio, todo cobra vida: en los ratos de tertulia o de sobremesa, uno está más atento para generar conversación, de modo que los demás descansen; la corrección fraterna se reza y se piensa desde un gran cariño hacia el otro, y no desde la molestia que puedan causarnos sus límites; y se logran pasar por alto tantas cosas sin irritarse: sonriendo y encogiéndose de hombros[26]. El auténtico servicio, aunque requiere el esfuerzo de salir de nuestro pequeño egoísmo, es un win-win; es siempre suma en ambas direcciones: en la de quien sirve y en la de quien es servido. Y de tan natural, incluso da un cierto apuro nombrarlo, llamarlo «servicio». Es, simplemente, amor fraterno.

El papel insustituible de cada uno en la construcción del hogar

En su carta sobre las modalidades de la vocación a la Obra, el Padre ha recordado la influencia decisiva de las administraciones en la creación del ambiente de familia de los centros: «con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor. Esto es una expresión muy concreta de que la Obra es familia; una familia verdadera, no en sentido metafórico»[27]. Se trata de un trabajo performativo, en el sentido de que crea un ambiente propicio y propone un referente en el que puede mirarse la contribución de cada uno al ambiente de familia. Sin embargo, para encarnarse, para hacerse vida, esa base necesita del papel insustituible de todos en la casa.

Para los miembros del consejo local de un centro, la tarea de servicio que Dios les confía a través de la Obra consiste sobre todo en velar por que cada persona cuente con la necesaria formación y acompañamiento espiritual, además de un adecuado bienestar material. Así lo sintetizaba san Josemaría: «con solicitud paternal y maternal, cuidad las almas y los cuerpos de quienes os están encomen­dados»[28]. Esta tarea requiere de su parte responsabilidad, pero también muchas dosis de paciencia y de abandono en Dios. Así, aceptan la necesidad de comprender la manera de ser de cada uno, y sus puntos fuertes, sobre los que se apoyarán para ayudarlos a crecer, a cada uno y al centro en su conjunto; ven con mayor claridad que lo verdaderamente importante es que todos se acerquen más a Dios, y no tanto que las cosas salgan de un determinado modo; y están dispuestos a pedir perdón, porque eso no solo no los desautoriza, sino que los acerca a los demás. Cuando la organización del centro se plantea en estos términos, el ambiente no deja de tener la exigencia que presupone toda búsqueda de la santidad, pero gana en la alegría y serenidad que hace auténtica esta búsqueda[29]. Todo el centro se puede sentir entonces identificado con la razón de ser de ese hogar: todos a una, haciendo piña, con los fines comunes y los particulares de cada uno.

El sacerdote, por su parte, puede ser con frecuencia un interlocutor que escucha y da serenidad, y ayuda a mirar con perspectiva y a la vez con agudeza los distintos aspectos de la convivencia diaria. «Los sacerdotes, escribía san Josemaría, hemos de tener el mismo espíritu que los demás, pero especialmente espíritu de comprensión, de caridad, de convivir con todo el mundo, de no escandalizarnos, de levantar, de ayudar, como una madre»[30]. Con más motivo aún que los demás, pues, el sacerdote debe ser instrumento de unidad y de esperanza, «sin timideces ni complejos que son ordinariamente prueba de inmadurez humana, y sin prepotencias clericales que denotarían poco sentido sobrenatural»[31]. Si para los directores un riesgo puede ser la lógica de la exigencia, para el sacerdote puede serlo la del mérito: él siempre está al servicio del resto de una manera palpable, diferenciada e insustituible; y podría, sin darse cuenta, generar una cierta mentalidad de víctima, si le parece que no se valoran sus esfuerzos. Don Álvaro salía así al paso de esta mentalidad: «Si deseáis conocer de veras en qué se nota el alma sacerdotal, os lo resumiré con nuestro Padre: en no decir nunca basta. No contestar nunca “basta” al amor, no detenernos ante el sacrificio, como Cristo»[32].

«Lo normal es que en muchas familias convivan personas de generaciones distintas (abuelos, padres, hijos) y caracteres diversos (…). Si bien es cierto que todo eso puede dar a veces ocasión a que la unidad familiar se deteriore, también es verdad que, con mucha frecuencia, esas y otras dificultades pueden unir más a las familias, cuando hay verdadero amor»[33]. De ahí que todos los que viven en un mismo centro, desde el más veterano hasta el último en llegar, tengan la misión de construir el hogar, con los talentos que Dios les ha dado, y con su propio modo de ser; de modo que la casa sea, para cada uno, un lugar de intimidad, de amor incondicionado y de descanso sereno. Todos tienen un lugar insustituible en esa tarea, porque cada uno sabe mejor que nadie qué talentos le ha dado Dios, para ponerlos al servicio de todos, con iniciativa y con generosidad. La fraternidad que se vive en cada uno de nuestros centros será así también un remanso de paz y un foco de inspiración para la vida de los agregados y supernumerarios, y de todas las personas que se acerquen al calor de la Obra.

Por último, pero no menos importante, los enfermos tienen un papel especial, no solo porque «para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»[34], sino también porque son el desafío más directo y práctico a las derivas negativas que veíamos antes. Dejándose cuidar, aportando lo que en su estado pueden aportar, y sin ceder a la lógica de quien no se siente suficientemente querido, pueden ser un polo de cohesión del centro, que unirá intentos en el servicio de los que más lo necesitan.

La vida de hogar del centro, construida sobre estas bases, irradia a su alrededor el amor de Dios y abre poco a poco, a quienes lo habitan y a quienes lo frecuentan, las puertas de la casa que Él ha preparado para los que le aman. «Si os amáis, decía san Josemaría, cada una de nuestras casas será el hogar que yo he visto, lo que yo quiero que haya en cada uno de nuestros rincones. Y cada uno de vuestros hermanos tendrá un hambre santa de llegar a casa, después de la jornada de trabajo; y tendrá después ganas de salir a la calle (…), a esta guerra de paz»[35].

[1]. Cfr. Fil 2,7; Mt 20,28.

[2]. San Josemaría, Carta, 14-II-1974, n. 2.

[3]. San Josemaría, Forja, n. 861.

[4]. «El Opus Dei ciertamente es familia y, a la vez, milicia. Familia unida por un cariño alegre y amable; milicia, aptísima para la lucha espiritual» (De spiritu, n. 64).

[5]. A esto puede añadirse otro rasgo cultural del presente: la tendencia a vivir el tiempo libre de manera individualista, de modo que todo lo que no es trabajo tiende a girar alrededor de mis intereses, mis gustos, mis actividades, mi vida social, etc. Lógicamente, una actitud de este tipo comprometería de modo significativo el calor del hogar.

[6]. Citado en F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 9.

[7]. Se trata de un término que san Josemaría usaba con frecuencia. Cfr. por ejemplo Camino, n. 638; Surco, nn. 107 y 587; Forja, n. 838.

[8]. Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 17.

[9]. San Josemaría, Carta 27, n. 34, citado en E. Burkhart - J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. III, p. 600.

[10]. Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 8.

[11]. «La formación, a lo largo de toda la vida, sin descuidar su necesaria exigencia, tiende en una medida importante a abrir horizontes. En cambio, si nos limitásemos a exigir y a ser exigidos, podríamos acabar por ver solo lo que no alcanzamos a hacer, nuestros defectos y limitaciones, olvidando lo más importante: el amor de Dios por nosotros» (F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 11).

[12]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 6.

[13]. Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, nn. 14-17.

[14]. La noción de amistad particular tiene una larga y compleja historia en la tradición cristiana. Mencionada por primera vez en los escritos de San Basilio de Cesarea, encontrará un especial desarrollo en Occidente a partir de la Imitación de Cristo y de las obras de Santa Teresa de Ávila y San Francisco de Sales. Sobre la comprensión de esta noción en san Josemaría, cfr. Camino, edición histórico-crítica, n. 366.

[15]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 22.

[16]. A la vez, escribe san Josemaría, «cometerían un grave error los Directores que permitiesen que un hijo mío, sin verdadera necesidad, se encontrase en unas circunstancias que exigiesen de él una continua heroicidad, por olvidar que esas situaciones deben ser transitorias y que hay que buscar los medios pertinentes para que cesen cuanto antes» (Carta 27, n. 38).

[17]. San Josemaría, Carta, 14-II-1974, n. 2.

[18]. «Cuando hay amor, me atrevería a afirmar que no hace falta ni siquiera hacer propósitos. Mi madre nunca hizo propósitos de quererme, ¡y hay que ver qué detalles de cariño tenía conmigo!» (San Josemaría, notas de una reunión familiar, citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 37).

[19]. Cfr. San Josemaría, «Sillares» (27-VII-1937) en Crecer para adentro, 233-239 (AGP, biblioteca, P12).

[20]. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296.

[21]. «Lo que realmente cansa, hijos míos, es la soberbia, el dar vueltas alrededor del propio yo. Y, además de agobiar, impide al alma sentirse cerca de Dios» (Beato Álvaro, en Crónica, XI-1989, p. 1141; AGP, Biblioteca P01).

[22]. San Josemaría, Forja, n. 835.

[23]. Ibidem, n. 861.

[24]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, nn. 3-6.

[25]. Ibidem, nn. 7-8.

[26]. «¡San José es maravilloso! Es el santo de la humildad rendida…, de la sonrisa permanente y del encogimiento de hombros» (San Josemaría, citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (III), Rialp, Madrid 2003, p. 728, nota 170.

[27]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 15.

[28]. San Josemaría, Carta 27, n. 39.

[29]. «“Sois todos tan alegres que uno no se lo espera”, oí comentar. De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la “encapotada”. Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser “buenos” les hacen eco, con sus “virtudes tristes”. —Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura. —Te pido también que no lo olvidemos» (Surco, n. 58).

[30]. San Josemaría, notas de una reunión, 19-III-1961, en Crónica II-1993, p. 189 (AGP, Biblioteca, P01).

[31]. San Josemaría, Conversaciones, n. 4.

[32]. Beato Álvaro, Cartas de Familia, n. 377 (AGP, Biblioteca, P17).

[33]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 14.

[34]. San Josemaría, Camino, n. 419.

[35]. San Josemaría, Crónica VII-1956, p. 7 (AGP, Biblioteca P01).

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